Sopló las dos velas que había encima del pastel cubierto de merengue: ocho delante y un cinco al lado para enumerar su edad. Tras el aplauso de los familiares presentes, por recomendación de su fallecido esposo, repartió en sobres la parte de los aginaldos navideños a hijos, nietos y biznietos. Al quedar totalmente a solas, abrió la tapa que cubría el gramófono y cogió uno de los discos de vinilo, cuidadosa lo depositó encajando el agujero del centro para que girara a treinta y tres revoluciones, pasó el paño por encima y dejo caer la aguja lectora en los primeros surcos. Tras los primeros crujidos brotó la música del acordeón y la voz aterciopelada de Carlos Gardel cantaba “Adiós Muchachos”, colocó la palma de la mano derecha pegada a su abdomen y encuadró la izquierda. Sonriente, cerró los ojos húmedos para bailar su tango preferido. Sumisa a su antojo sonoro recordó los compases de su marido desde el mismo día que le prometió amor eterno en aquella terraza de verano.
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