HISTORIAS QUE VUELAN A TU ALREDEDOR

miércoles, 7 de diciembre de 2022

30. Tentación al Papa Luna

 


 

Amaneció nublado en Peñiscola, los lugareños ignoraban de la comitiva que acampó en la playa días atrás, muy cerca de la ciudad amurallada en donde la elevación de piedra dividía el litoral en dos, nadie objetó. Al contrario, los guardianes de la fortaleza ofrecieron víveres para el sustento de la tropa. A media mañana, un grupo de jinetes custodiaron al que parecía ser el interesado para entrevistarse ante la máxima autoridad episcopal. Una vez acompañado, hasta lo alto de la plaza del castillo, en donde se encontraba la sede principal, quedó a solas con el jefe de guardia.

—Su eminencia, ordena que aguardéis aquí —le dijo al invitado un monje que tenía menos carne que los tobillos del perro perdido que dejo de ladrar al ser increpado.

Así ocurrió, apenas salió del palacio episcopal Benedicto XIII, conocido como el Papa Luna, y de nombre secular Pedro Martínez de Luna y Perez de Gotor, quien fuera cardenal desde diciembre de 1375, se le acercó y preguntó:

—¿Dice vuestra merced ser el enviado del papa Gregorio XI?, su aspecto es bastante desalentador, me he atrevido a recibirle porque quién le ha anunciado, opina que merece de mi confianza. ¿A qué se debe vuestra visita?

—¿Quién más sabe de mí llegada a este lugar?

La pregunta molestó al Papa Luna, que aguardó un tanto antes de contestar, para ello se desplazó paseando hasta el muro de piedra labrada que limitaba la fortaleza del extendido mar.

Giró de sopetón y le indicó:

—Parece ser que exista algún que otro rumor, de que la Corona de Aragón ha realizado las necesarias indagaciones y no ofrecéis peligro alguno. Y apropósito de las dádivas —miró de soslayo los sacos y cajones—, no suelo comer ni beber ninguno de los presentes que se me entregan fuera de mi entorno de confianza. 

—¿Acaso muestro duda? 

—Intentaron envenenarme. Estamos al corriente de las entradas, hasta incluso las que llegan por mar —observó enhiesto el horizonte que se fundía con un cielo totalmente encenizado— supongo lo habrá comprobado vuestra merced, al llegar a este lugar tan privilegiado.

—¿Qué necesitáis vos, para que os convenza de mi identidad?

—No lo sé, quizás su anillo; pero de nada me sirve.

—Algunos de los que me acompañan aguardan en la explanada, si vuestra eminencia lo antepone, solo tengo que dar aviso y comeran cuanto usted disponga. Con un gesto será suficiente para que replieguen el campamento de regreso a Roma.

—A pesar de lo nublado, fíjese con la calma del mar. Si hubiese salido claro, aquí en la terraza no se podría estar. ¿Ha traído alguna misiva?

—Sólo hablaré con vos. Permita que confiemos el uno del otro. 

—Estoy impaciente por escucharle.

—Traigo noticias de Aviñón. Sabrá que Gregorio XI, ha fallecido cuando realizaba los preparativos para huir de Roma; le amedrentaron.

—Perdón, quizás necesite de mi escribano —cortó el Papa Luna—, acudió a por sus herramientas. Así dará cuenta y dejará constancia de su perorata. 

—Eminencia… habló con dificultad su idioma.

—Ahórrese los cumplidos, entiendo perfectamente el italiano.

—Deseamos permanecer en contacto con vos, es decir, ofrecerles las claves para acceder directamente a una coalición entre los dos papados y dejar de un lado al papa francés. Mitigado con la muerte del último de los templarios. Supongo sabrá de los acontecimientos que se rumorean en nuestra sede.

—¿Qué garantías tengo? No permitiré que nadie usurpe el poder que ostenta Alfonso V, aquí en España… ¿Qué más me ofrecéis? 

—El apoyo de Tierra Santa, los caballeros de la orden de Montesa se harán cargo de su protección en todo el litoral, tiene una gran flota de buques y controlan la red principal del Camino a Santiago, inclusive la Vía de la Plata, desde Sevilla. Como bien sabéis, la Santa Inquisición ya se encargó de quemar en la hoguera a su último maestre. Por ello, Francia está debilitada. Mi elección como pontífice fue reforzada por todo el cardenalicio romano. Los señoríos de Austria y otras familias, como los Esforza, se han unido y lo han confirmado.

—Aguarde a que regrese el amanuense con los utensilios precisos, realizará las escrituras del pacto, al que supongo vamos a refrendar.

—¿Puedo añadirle algo que me ha dejado exánime?

—Sin ninguna duda…

El recién llegado dio un vistazo al entorno y agregó:

—Me indicaron los plebeyos que la iglesia de Santa María está construida sobre restos de una antigua mezquita árabe.

Desvió la mirada a la cúpula.

—La utilizo para no salir del castillo a recibir los besamanos de los fieles. ¿Cómo puedo saber que vos no sois un traidor?

—Porto documentación. En ella consta de mi nombre. Bartolomé de Prignano, fui consagrado arzobispo de Aceranza, en Nápoles. Pedro Martínez de Luna dejó sus manos sobre los lumbares y se otorgó un paseo sin perder la vista al horizonte y, concluida su decisión, ante la infinidad de interrogantes en que sucumbía, desde que llegó aquella comitiva a la ciudad; con tono dubitativo y sin demasía se interesó:

—¿Y me ofrece ser su cardenal en Roma? A pesar de saber vos, que ejerzo en España como Benedicto XIII. Para algunos, Papa Luna.

—Así es, los cardenales a los que debo mi elección para negociar tienen controlada la sucesión de Oddone Colonna. Vos seriáis cardenal en Roma.

—Muy bien, sin duda sois atrevido, sobre todo, por vuestro arrojo y valentía, al proponerme que ceda mi papado aquí en España. Por tanto, le indicaré de mi decisión cuando esté dispuesto el escribano.

El fraile amanuense encargado dispuso los utensilios junto a ellos, limpió la pluma de ganso y depositó en un cuenco un poco de tinta, tan negra como la convicción del Papa Luna. 

—Tome nota— ordenó al escriba y añadió:

—Escuchad mi dictamen—miró con ojos de acero al recién llegado—. Se le detendrá al que dice llamarse, repita en voz alta vuestra merced…

—¡Bartolomé de Prignano!, Papa Urbano VI. 

—… se le confinará en la mazmorra que hay en la parte baja. A pan y agua hasta que diga la verdad y confiese de su confabulación. 

—¡Hablo en nombre de Dios! —insistió el italiano. 

—No creo que vuestro Dios le envié a negociar.

—¡Está usted loco! 

—Hombres como vos sobran en nuestra Santa Iglesia. Que su Dios le amparé... El mío ha decidido mandarle al mismísimo infierno. Si el vuestro es tan misericordioso como decís, se encargará de que no muera.

El Papa Luna volteó y marchó erguido a sus aposentos.

—¡Mi Dios es el único en la tierra!

—Y el mío lo es en esta fortaleza.


 

 

 

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