Salí del coche estacionado y aguardé a que mi hijo trajese el andador metálico, observé la fachada de la residencia geriátrica, en la misma entrada, mi esposa permanecía sentada en la silla de ruedas que mantenía la asistenta. Cogí su mano con cariño y vimos como nuestro hijo dejó mis dos maletas en el interior, tras darnos dos besos a la par, él regresó al coche alegando premura; me acerqué al oído de ella y le susurré:
—De nuevo, los dos juntitos… cariño.
—Hoy está más relajada —indicó la asistenta—, aunque la demencia persiste… Hace media hora que ha salido de la peluquería.
—En adelante, yo me encargaré —respondí y le mostré mi hoja de admisión.
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