Para disimular el tambaleo que le provocaba su adicción al tintorro, el mendigo apoyó su espalda arqueada en el quicio del pórtico de la iglesia, con el único deseo de mantener quieta la gorra boca arriba hasta que finalizase la salida de los fieles que permanecían en el interior del templo. Al terminarse la homilía fueron apareciendo, la presencia de ellos fue aminorando hasta que se le acercó un joven bien vestido y de edad pueril, le entregó en su mano libre un billete de cien euros y clavó sus ojos en los suyos, de igual tonalidad. Sorprendido, por la desmesurada dádiva, el hombre miró al cielo para agradecérselo con solemnidad. Jamás había visto un billete igual. El último que recordaba de aquel color verde, era el de las mil pesetas antiguas.
El muchacho, antes de abandonarle, se despidió:
—Mi madre me indicó que le encontraría aquí.
—¿Quién eres?
—Pregúnteselo a ella, a mí dudo que usted me recuerde.
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