Poco quedaba para la restauración del Emperador Meiji, cuando el poderoso terrateniente samurái Tokugawaleyasu, invitó a los súbditos a una ceremonia en su residencia. Sentado en el centro del salón imperial, aguardaba con los músicos a la geisha que les deleitaría con su voz celestial. Al llegar, la mujer juntó las palmas de sus manos para solicitar anuencia y curvó la cabeza a modo de suplica, al ser otorgada, quedó arrodillada frente a él y, antes de sonar la primera nota musical, una lágrima se deslizó por su rostro blanquecino.
El samurái reinante, al percatarse, se interesó:
—¿Por qué lloráis?
—Una china, mi señor…
—¿Acaso tenéis problemas con algunas de las que tengo a mi servicio?
—Quizás la que barre, no he visto la que me he clavado en la rodilla. Mi señor.
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