HISTORIAS QUE VUELAN A TU ALREDEDOR

miércoles, 28 de diciembre de 2022

35. El rojo de la suerte

 



 

 

Lo previsto aquella Nochevieja resultó que fuera maravillosa, comenzamos a cenar después de tomarnos un vermut con aceituna rellena, gambitas y navajas con almejas dieron paso a dos bogavantes a la plancha. Sin darnos cuenta bebimos una botella de vino blanco entera. Después del postre, descorchamos una de sidra para entretenernos con los dulces navideños, en donde no faltó el turrón duro y blando, ni los polvorones, aunque en mi interior, lo único que me aparecía era un buen polvo-rón, no de aquellos que se postergarían en la cesta de mimbre hasta pasar la cuesta de enero. Apenas tomar la última de las doce uvas nos abrazamos compuestos de guirnaldas y sombrerito de tipo moruno de verde esperanza y el matasuegras con nuestras prendas interiores de color rojo intenso. Cierto es que mis calzoncillos no ocupaban la misma holgura de cuando los estrené, hace años. Hicimos zapping con el mando a distancia en donde cada cadena iba a lo suyo, aun así, no pudimos olvidarnos de nuestras dos hijas, la mayor marchó a Benidorm con su marido y nuestro nieto, la pequeña estaba en el apartamento de una de sus amigas, en donde se quedaría a dormir. Sobre las dos de la madrugada me acerqué al dormitorio, no puede evitar contemplarme en el espejo para hacer posturas ridículas simulando ser un culturista de piel aceitosa, cosa que desistí al ver la flacidez de la musculatura que pendía queriendo abandonar la masa ósea. Regresé en busca de ella y la encontré en la cocina aguardando a que finalizase el ciclo del lavavajillas. La abracé como un naufrago a su único flotador, aquel rojo que sobresalía de su escote mostrando canalillo me estaba volviendo loco, porque loco estaba por ella. 

—No seas impaciente —dijo otorgándose solemnidad—, mientras yo guardo la vajilla, apaga el termo y cierra el gas… 

Para no perder más el tiempo, desplacé el edredón de la cama y la aguardé ordenando las velas que perfumaban el ambiente a vainilla. Revisé mi mentón rasurado y me rocié la boca con un espray mentolado. Apenas entró, la atenacé de nuevo entre mis brazos, quería demostrarle lo que emergería desde el interior de aquel calzoncillo donde la licra dada de si todo lo posible.

—Aguarda que voy al aseo —Me consoló.

La espera resultó eterna, al regresar, dejó el teléfono en su mesita y sentada en el quicio del colchón me dio la espalda, alegó con tono almibarado:

—Acaba de mandarme tu hija un WhatsApp, pone que al final no fueron a Benidorm, Adrián se les puso con fiebre. Pregunta si nos lo puede traer, unos amigos les han invitado a tomar una última copa en su casa—por no rechistar, ella continuó—; en cuanto puedan están aquí —alargó la mano y me acarició el mentón—, hay tiempo suficiente… tranquilo.

Lo que ansiaba era desprenderme del calzoncillo, me encabalgó y sinuosa se me acercaró para besarme manteniendo el rictus amoroso y, cuando me disponía a liberarme del rojo elástico que tanto me presionada, sonó el interfono. Ella salió del dormitorio y acudió a la cocina, en donde estaba uno de los aparatos que controlaban la puerta principal del inmueble, apenas regresó, se colocó el batín y rozando el histerismo soltó:

—¡Anda, vístete que es tu hija! La pequeña.

—¿No estaba en el apartamento con la amiga

—Apagaré las velas. Me da cosa que entre aquí.

Así lo hice, fui a la puerta de la entrada y apenas entró me abrazó.

—¡Papa, me he peleado con Alfonso!

Acudió su madre que, al verla en aquel estado, intentó animarla:

—No te preocupes, que hay más de un hombre en la tierra. 

La reconfortó al decirle que su hermana estaba a punto llegar con el pequeño para dejarlo en casa con nosotros. Pasada la media noche todos ya dormían, sin embargo, yo no podía. Decidí acostarme en la cama junto a la cuna de mi nieto, que aferrado a mi dedo índice lo hacía como un tronco. En aquella duermevela me sentía el abuelito más feliz del mundo, ya que, por un momento, pensé que el rojo de la suerte había llegado, aunque en este caso estaba reflejado en los mofletes del nieto, y no, en el los calzoncillos, que ya se encontraban en la lavadora para volver el próximo año.

 

 

 

 

 

 

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