HISTORIAS QUE VUELAN A TU ALREDEDOR

miércoles, 16 de noviembre de 2022

28. El estreno cinematográfico











 

Reconozco que, tras dos años en paro, la llamada telefónica que recibí me hizo sentir tan útil como lo estoy ahora, había repartido centenares de currículos indicando de mi titulo de aparejador, con cinco años de experiencia, más los trabajos temporales en el sector inmobiliario. Así que, la entrevista privada, fue más que suficiente, y al día siguiente, ya me encontraba en el interior del disfraz de canino, ante la llegada a la ciudad del estreno de la película: Pancho, “El perro millonario”. A Pilar y mis dos hijos le encantó saber que tenían un padre artista de cine. Evidentemente, desconocían de mi nuevo empleo, Tomás tiene diez añitos y Vanesa ocho, hoy es su cumpleaños. Mi trabajo consiste en la entrega de la entrada, a los niños que me muestran el “ticket” de compra superior a los veinte euros, en el centro comercial donde están las salas de cine. Hoy es sábado y necesito más de una hora para colocarme el disfraz relleno de guata y la careta forrada de fieltro que me hace pasar un calor insoportable, cosa que apaciguó succionando agua de la mochila que llevo en mi pecho, es evidente que no me reconoce nadie, sin embargo, yo sí que puedo ver a través de la rejilla negra del cuello, sin que se den cuenta de quién se encuentra en mi sauna.

Cuando imito al perrito caminando a cuatro patas, algunos niños suelen cogerme la cola para cerciorarse que no es de falsa, un muelle hace que se balancee sin control. Apenas noto el tirón, con una cuerdecilla que llevo en la mano realizo muecas de dolor abriendo y cerrando la boca, hasta mostrar las fauces de la careta añadiendo algún extenso ladrido. Los padres ríen la representación con aplausos. Así, entre posturas graciosas paso la tarde.

De vez en cuando descanso en una réplica de un sillón de Luis XVI, como el perro de la película que vive como un rico, recojo mi cola con la mano izquierda como un tribuno su túnica, en la derecha de la butaca existe un ancho para que los pequeños descansen y sean fotografiados.

Pienso con mi familia, tras la sobremesa de la cena estarán a la espera de que llegue para hacer la entrega de los regalos a la pequeña y que sople las velas del pastel. Ahora son las nueve, discretamente, preguntó a la dependienta de una tienda de "chuchis", por la hora (de vez en cuando sale a fumarse un cigarrillo), añade que es uno de los días que más se está recaudando, seguramente por ser principio del curso escolar. Llega una mujer y saca del carro a su bebe y me lo entrega en mis brazos como si fuese un trofeo para que lo acomode junto a mí y lo mantengo con el culo sedente en el reposabrazos. Con la izquierda le sujeto las rodillas, con la diestra la espalda y queda recto. El crío, que porta más atuendo que yo, arremete con su chupete sin dejar el látex quieto. Entre idas y venidas me mira sonriendo e intenta con el índice mostrarme a la madre, que con ambivalencia exagerada le sugiere sonría a ella. De repente, me llega una extensa pestilencia, reconozco ese olor; seguro que el niño ha dado suelta al intestino dejando el contenido en el trasero empaquetado, le someto un zarandeo para espantar el fétido y recibo dos flases que me deslumbran.

Intento renovar con aire de mis pulmones y oigo una voz familiar al unísono, son mis dos hijos que llegan corriendo: la pequeña se lanza a mis brazos con los suyos abiertos. Sinuosa, mi esposa, al oído me desvela que no existe secreto alguno (saben quién soy), intento no mostrarme afligido, intento no emular sentimiento alguno, intento tragar saliva tan cruda como la realidad en la que vivo el momento, abrazo a mi hija y le susurro arrastrando cada palabra:

―¡Feliz cumpleaños!

—¡Gracias, papi!

—¿Te esperamos en casa para cenar? —pregunta mi esposa.

—Terminaré tarde…

—No importa —me corta la niña, que no atina con la mirada a mis ojos.

—Te queremos papá—apunta el primogénito.

Hubiese dado cualquier cosa por secar mis ojos acristalados. 

Ante mi incertidumbre, acudí a lo que hacía con rutina y les entrego dos invitaciones del bolsillo camuflado de mi disfraz.

Zarandee la cola con mi culo:

—Cuando tenga el día libre vendremos a ver la peli.

—¡¡¡Qué guay!!! —saltó de alegría la pequeña.

—¡Guau, guau, guau!—ladré para ellos.

 

 

 

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