Comencé el Camino de Santiago desde
Roncesvalle, allí mismo adquirí una cartulina que, plegada como un fuelle, me
serviría para ir acuñándola y dejar constancia de los sitios por los que iba a
pasar. Los primeros días caminé admirando el paisaje de aquella parte de
los pirineos y sobre todo de mi ansiada soledad, cosa que necesitaba para salir
del pozo en el que me encontraba tras mi separación matrimonial. Solo fui capaz de romper el silencio con una catalana que
conocí al salir de Pamplona y con la que recorrí un buen trecho, hasta llegar a
la cima del Monte del Perdón; nos separamos y no la volví a encontrar hasta que
llegué a Puente de la Reina, cuando visitaba la iglesia de Santiago.
Al amanecer, junto a otros
peregrinos, salimos de la ciudad por el puente medieval y que da origen al
nombre de la ciudad. Llegamos parloteando hasta Ciriaqui. Lugar donde se conserva
un buen tramo de calzada romana. La recorrí con el regusto que da saber que mis
pies pisaban dos mil años de historia. Antes de
llegar a Estella, me detuve para despedirme de ella. Sin embargo, volvimos a
coincidir en el albergue de la entrada a la ciudad.
A la mañana siguiente había
decidido levantarme temprano, antes de que ella despertara, y así lo hice.
Cuando salí, todavía ella dormía, comprobé que quedaban en el albergue pocos
peregrinos. Me detuve en el comedor y desayuné, después en la acera me
entretuve arreglando la mochila y puesta en mi espalda comencé a caminar. Poco
me gustaba hacerlo por el interior de los pueblos y
menos el hecho de sentirme acosado por algún que otro conductor que me había
espantado con su claxon. Llevaba tres días soportando las conversaciones de la
mujer que dejé dormida. La noche anterior decidí partir antes que ella y así
olvidarme de sus problemas, tan distintos de los míos.
Comencé a subir hasta encontrar
los muros del monasterio de Irache. En la parte derecha del camino, justo
detrás de una bodega, había un cuadrilátero delimitado por una verja y en su
interior una fuente de vino y otra de agua. Hice un par de fotos y continué con
el único interés de aumentar la distancia con la peregrina catalana. Al salir
del casco urbano de Irache, me adentré por un camino que transcurría entre los
encinares, había tantos que apenas se podía ver el cielo azul de aquella mañana
de verano.
Lo cierto es que la idea de hacer
el Camino surgió para otorgar un sosiego a mi vida, La separación de Lucia
había sido demasiado rápida. El no tener hijos en común facilitó los trámites y
no había conseguido adaptarme. Ahora quedaba por mi cuenta superar el trance, y
por supuesto, no me apetecía iniciar otra relación. Desde que comencé a
reflexionar, nadie había tocado mi herida, más que aquella peregrina. En
principio, agradecí su compañía, ya que ambos padecíamos idéntica situación;
ella había sufrido el mismo azote sentimental. Lo cierto fue que su compañía me
sirvió para evacuar todo mi compendio vivido, y desocupar mis sentimientos tan
afligidos en mi fuero interno.
Me detuve en Villamayor de
Monjardin, necesitaba un buen almuerzo, lo hice en la terraza de un bar, por si
la veía llegar. Al ver acercarse a otro grupo de peregrinos que caminaban al
mismo ritmo que yo, me convencí de que no la volvería a ver. Aun así, me
entretuve visitando las ruinas de su castillo, construido para defender la
frontera de Castilla. Continué el camino entre viñedos y olivares, únicos
aliados que me acompañaban ante la ausencia de poblaciones intermedias hasta el
lugar de mi destino elegido para ese día. Ensimismado, comencé a sentirme de
nuevo reconfortado por la soledad, pude sopesar el tiempo que duró mi relación
con Lucia, sin olvidar lo maravillosos que fueron los primeros años, hasta que
el trabajo comenzó a separarnos, tanto, que apenas nos veíamos ni siquiera los
fines de semana, permitiendo que la llama del amor se consumiera hasta quedar
totalmente apagada. Entre recuerdos, observé un cartel donde se indicaba: Los
Arcos, a dos kilómetros. Decidí comer algo y descansar en cualquier lugar, la meta
para aquel día era Torres del Río y visitar la iglesia románica del Santo
Sepulcro, con lo cual, caminaría veintinueve kilómetros, distancia que dudaba
que una mujer como la catalana pudiera soportar. Tuve la sensación de haber
hecho un pacto con el demonio, y no fue otro que desear que desapareciese de mi
vida, a cambio de cualquier cosa. La sensación de ser perseguido me era
insoportable. Su triste historia, de lo que a ella le sobraba, a mí me faltaba.
Llegué al destino previsto y
preguntando a los lugareños encontré el albergue. La puerta estaba entornada.
Apenas di un trago de agua se me acercó la persona que debía de ser quién lo
regentaba, y antes de descargar la mochila de mi espalda me advirtió: “Está
completo, no quedan literas”. Aquello me resultó difícil de asimilar. En un
banco cercano, al cobijo de la sombra de una higuera me acomodé y cogí la guía
del camino para averiguar la distancia que me quedaba hasta el próximo
alojamiento. Viana se encontraba a algo más de nueve kilómetros, imposible
continuar, pensé con desconsuelo. Me acerqué a una mujer que barría la acera..
—¿Sabe usted de alguna casa que
alquilen habitaciones? —Le pregunté y negó en silencio con un movimiento de
cabeza.
La puerta del albergue se abrió y
apareció la peregrina catalana con el pelo mojado y oliendo a gel de baño. Tuve
que asegurarme de que no era un espejismo. Mi silencio le permitió a ella
saludarme:
—¡Hola!, por fin has llegado, ya
tienes la cama reservada.
Aquella mujer, a la que intenté
aumentar la distancia durante toda la etapa, fue la que me salvó de dormir
aquella noche a merced de las estrellas.
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