Jacques de Molay paseaba a solas por donde apenas había luz, en la fría sala del Monasterio de Santa María la Real, de Nájera, mandado construir por García Sánchez III, de Navarra, como sede episcopal. Aunque sus labios permanecían sellados, ensimismado, se preguntaba: “¿Cuántas veces habré atendido a los peregrinos?, sus miedos, miserias, enfermedades. Algunos murieron aquí, en este claustro de los Caballeros Templarios. Nada me importa ya, de seguro que tendré que regresar a mi tierra. Morir aquí, sería la peor de mis suertes, no lo permitiré. No les permitiré esa gracia. Jamás me hubiese imaginado que, tanto el Papa Clemente, como Felipe IV; el que se dice así mismo “El Hermoso” ordenaran mi detención. Tantas expediciones contra los musulmanes para lograr entrar en Jerusalén, hasta conseguir derrotar al Sultán de Egipto, la incursión contra Alejandría, e intentar recuperar la ciudad de Tartus para la cristiandad…” Se detuvo frente a una talla con la efigie de Cristo crucificado, fijó sus rodillas en las baldosas de piedra irregular y comenzó a rezar.
Aunque el monje de la Orden de Cluny, que tenía por amanuense, calzaba alpargatas de esparto trenzado, escuchó sus pasos que se acercaban solemnemente desde que, por seguro, abandonó el refectorio.
—Gran Maestre —le dijo, después de reverenciar su cuerpo—, debemos de partir. Por las calles de Nájera, ya no queda ni un alma. Todos duermen.
Jacques se erigió e invitó a que lo hiciera el recién llegado.
—¿Esta dispuesta mi escolta? —se interesó, sin interés.
—Tal cual vuestra eminencia dispuso; dos caballeros de su orden, y yo, vuestro fiel servidor —Mostró de nuevo anuencia encorvándose.
—¿Tenemos alguna noticia de los caballeros de Azofra?
—No más de lo que se os indicó por parte de Guillermo de Morró, según él, don Enrique de Trastámara, es el jefe de la comitiva que viene a buscarle, llegará mañana al amanecer, han dispuesto un control en lo alto de San Antón, aunque tenemos el enlace con Francia, desde Roncesvalles, como se pronosticó por vuestra merced.
Juntos marcharon por el lateral del claustro, uno de los monjes ya había dispuesto el equipaje y los acompañó hasta la puerta trasera del monasterio. Dos hombres robustos permanecían en sus caballos a la espera. Montaron en los suyos y partieron a expensas del sonido de las herraduras. Cruzaron el río Yalde a paso sosegado. Al fondo dos jinetes permanecían flanqueando la senda angosta que daba a un calvero ante el frondoso bosque de encinas. Los dos Templarios que iban delante se detuvieron y desenfundaron sus espadas mostrándolas en alto donde estallaban los reflejos de una luna llena. Uno de lo que les aguardaban, les cortó el paso colocando el caballo al través y levantó la voz hasta hacerla retumbar:
—¡Jacques de Molay!, quedáis a nuestra disposición, tenemos orden de nuestro Rey de llevaros detenido hasta su presencia… ¡Vivo o muerto!
Los dos templarios que precedían al Maestre, se abrieron solemnemente para dar paso al que mencionó, y que parecía no inmutarse. Antes de soltar alegato, escucharon un gran estruendo provocado por un grupo de jinetes que provenían a galope del mismo centro de la ciudad, al encuentro, por la retaguardia, se detuvieron, Jacques de Molay reconoció al único mando de aquel endiablado pelotón:
—¡Que sorpresa!, Sois vos: Enrique de Trastámara.
—Así es Gran Maestre, dispuesto a prenderos.
De entre la oscuridad del bosque comenzaron a llegar jinetes que se disolvían como la capa blanca de la Orden del Temple; tantos que la escueta guardia de Jacques, se replegó y plegó sus armas, aún en ristre.
—No podéis huir —saltó Trastámara enérgicamente—, es inútil vuestra empresa, rendíos y al menos tendréis un juicio justo ante vuestro Dios.
Jacques descabalgó y se postró arrodillado ante quién portaba la orden de su detención y, alzando la voz para que todos le oyeran, resolvió añadiendo contundencia:
—Solo Dios sabe de quién se equivoca y ha pecado, la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón...
No pudo finalizar su perorata, su boca estaba seca de orgullo y permaneció arrodillado con el único sonido de algún relincho aislado
—¡Caballeros Templarios! —Gritó al infinito Trastámara.
Todos quedaron atentos con el único sonido lento y pausado de las aguas del río mezclándose con el de los cascos intrépidos del caballo de Tratámara que llegó a detenerse junto a Jacques de Molay, volteó hasta que el rocín quedó a la par; continuó:
—Como siervos de nuestro Gran Maestre, le custodiaremos hasta París, por todo el Camino de Santiago, para ser juzgado ante la Santa Inquisición.
La temida detención de Jacques se convirtió en una bendición.
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