Don Gustavo, aguardaba enhiesto a su esposa en el tranquillo que daba a la calle, a ningún vecino le gustaba que la escalera oliese a tabaco. Por costumbre, cada domingo, acudia al que fuera uno de los monasterios más importantes de Madrid. Los Jerónimos, una de las más bellas obras arquitectónicas de estilo gótico de la capital de España. Consultó su Rolex de pulsera laminada en oro y relamió el puro paseándolo por los labios para acometer otra calada y así plagar con extensas volutas de humo del habano maloliente.
Al llegar su esposa, que no le cabía ningún abalorio más, en su cuerpo fornido, ya que lucía hasta en los hilillos de las medias de seda natural. Acomodados en el vehículo de alta gama, el chófer los llevó hasta la misma puerta del centro eclesiástico, apenas tres calles más abajo.
Don Gustavo salió primero del coche y, como galante caballero, aguardó con el brazo encuadrado la llegada de la esposa que observaba el entorno como águila en vuelo ondulante. Caminaron para aunarse con los de su misma alcurnia y que acudían pululando a escuchar la homilía dominical. Dispuesto en el anclaje de su señora, se detuvieron por ver llegar a unos conocidos, los marqueses de Uriela y Tiviela, al encuentro, enfilaron todos a la puerta principal, unidos con el fin de engrandecer su apariencia ante los demás.
Tal cual las mujeres chismorreaban, don Gustavo comenzaba a sentirse inquieto, algo le hacía ralentizar sus pasos, a pesar de los tirones de la esposa que, empecinada, parecía hacerlo de un mulo cargado hasta los topes.
—Gusta ¿Qué te pasa? —insistió ella.
—No, no puede ser… ¿Dónde está el mendigo? —Preguntó él.
Dos matrimonios se unieron a ellos para indagar el parón.
—Igual ha decidido no venir —dijo uno al viento.
—¡No, no puede ser! —insistió don Gustavo.
Reiniciaron la marcha y, al llegar bajo el pórtico, se detuvieron por sugerencia de él. Parecía confuso. De repente, él mismo aflojó el nudo de su corbata, tenía la boca seca. Insistía su atolondramiento por aumentar la cadencia rítmica de su corazón, los presentes se adentraron en el templo dejándoles a solas, la esposa, no hacía otra cosa que intentar calmarle mostrando muecas de desazón. Por verle desquiciado insistió sumando su enojo:
—¿Se puede saber qué te pasa?
—¡No lo ves! No está el que le doy mi limosna cada domingo. No podrá comer.
—¿Y qué? Cuando se enteren otro ocupará el lugar, los hay como las moscas. Y más con la crisis que estamos por culpa de los rojillos.
Acudieron al banco que tenían por costumbre mientras él oteaba a la última mujer en el confesionario de madera labrada, se apresuró a ir adonde ella estaba. Poco duró la espera y, apenas hincó sus rodillas en aquella especie de silla baja, fue atendido por quién regentaba el pequeño cuadrilátero; la voz almibarada salió por la ventanilla entablillada al son de lirica plegaria:
—En nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo…
—Ave María Purísima…
—Sin pecado concebido.
—Padre —dijo don Gustavo—, el mendigo, el vagabundo, no está en la puerta… No hay nadie. Esta vacía.
—No creo que eso sea pecado. Me refiero, a que lo tenga usted que confesar. No existe penitencia para tal menester, hijo mío.
—Lo es, lo es, no está. Debería averiguar qué le ha pasado. Su ausencia me desespera enormemente, necesito saber de él. Estoy totalmente afligido…
—Abrevie, confiese si es lo que quiere, debo de comenzar la homilía ayudando al obispo, que no tardara en salir al altar.
—No puede, debemos encontrarle…
—¿Y cómo quiere que le encontremos? ¿acaso tenemos alguna pista? Bastante hago con permitirle que ocupe la puerta, no sabe cuánto me cuesta mantenerle, y es más, duerme en la pensión de la Dolores, una oveja perdida del rebaño de Dios ¿Qué más quiere? Lo hicimos por usted ¿Acaso no lo recuerda? Gracias a la voluntad de usted y su dignísima señora.
—Hay que encontrarle, es preciso… ¡Urgente!
—¿Se puede saber a qué tanto empeño? —el clérigo corrió la cortinilla para ganar audiencia—, le recuerdo que está bajo secreto de confesión. Lo que no le impide decirme, ¿a qué se debe tanta protección a ese nauseabundo? Lleva más tiempo aquí que yo.
Hubo un silencio entre ambos al escuchar los toques de campana.
Don Gustavo, dubitativo, miró a la esposa inquieta tras él, junto a l grupo de amigas de fila bancaria, que, plantadas parecían buscar quién le procurará la respuesta adecuada al problema. El soplo de los tubos del órgano aumentó su encomienda y rendido ante la evidencia, confesó con alarde:
—¡Es mi hermano!
—¿Menor o mayor? —interrogó el cura.
La esposa, que estaba al tanto, llegó con tintes de resolución:
—La audiencia ha decidido que usted debe abandonar la casa…
—¿Quién? —preguntó el clérigo.
—¡Usted padre Sebastián! Está desde hace ya tiempo nominado.
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