Cuando camino por las inmediaciones del parque Alquería Nova, suelo atender con precisión por donde piso. En la zona suelen pasear a sus perros permitiéndoles evacuar lo que les sobra, a diario. Aquella mañana me sentí satisfecho; a lo lejos descubrí lo que me suponía: un gran zurullo con forma de ensaimada mallorquina. Pensé que el perro debería haberlo sufrido, no tanto como su dueño, a pesar de que el ayuntamiento mantiene la ordenanza municipal que sanciona a los que omiten recogerla. Es obvio que el animal aquí poco tiene que ver, ya que seguramente sea sacado de su casa para tal menester. Me sentí satisfecho al vadearla y con ganas de avisar a los que se aproximaban en sentido contrario, no lo hice, pensando que la esquivarían como lo hiciera yo. Al llegar al cruce con la calle Gregorí Mayans escuché una voz conocida, me giré y descubrí a Javier, aguardé para saludarle. Por indicarme que iba con dirección a la farmacia, le acompañé hasta el paseo Germanías. Antes de la despedida, se me acercó al oído.
—Creo que en el paso de peatones has pisado una mierda… de perro.
Resignado, miré la suela de mi zapato, y sí, sí que la llevaba pegada.
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