Salí del coche estacionado y aguardé a que mi hijo trajera el andador metálico mientras yo observaba la fachada de aquella residencia geriátrica. En la entrada, mi esposa estaba sentada en la silla de ruedas que gobernaba una asistenta. Juntos y cosidos de la mano vimos como nuestro hijo dejó mis dos maletas en el interior. Tras darnos dos besos a la par, regresó al coche alegando premura; me acerqué al oído de su madre y le susurré:
—De nuevo los dos juntitos.
—Hoy está más relajada —indicó la asistenta con tono sutil—, aunque la demencia persiste… Hace poco que ha salido de la peluquería para ustedes.
—En adelante, yo me encargaré —respondí y le mostré mi hoja de admisión.