Después de rociar el ataúd con el hisopo, en la puerta de la iglesia, el párroco se acercó a donde estaban los hijos de la fallecida y que recibían solemnemente el pésame de amigos y familiares. El coche fúnebre aguardaba con la puerta trasera abierta y, antes de que los del servicio de la funeraria introdujeran el arca en la iglesia, el cura dijo se dirigió a uno de ellos:
—La esperanza es lo único que no se pierde…hijo.
—Ya la hemos perdido padre.
—¿Acaso no tiene fe?
—Claro que tengo fe. Esperanza, se llamaba mi madre.
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